La frontera interior by Manuel Moyano

La frontera interior by Manuel Moyano

autor:Manuel Moyano [Moyano, Manuel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Viajes
editor: ePubLibre
publicado: 2022-03-01T00:00:00+00:00


5

Una carretera comarcal permitía dejar atrás la penillanura de Los Pedroches para adentrarse en plena sierra, cruzar el río Cuzna tras incontables curvas y, finalmente, remontar de nuevo la montaña hasta alcanzar Obejo. En mi particular podio de pueblos aislados, ocupado hasta ese momento por Aldeaquemada y Solana del Pino, Obejo irrumpía con ímpetu para alzarse con la medalla de oro. Invisible desde cualquiera de los puntos cardinales, estaba escondido en uno de los rincones más escarpados de Sierra Morena. De hecho, durante la Reconquista —si esta existió como tal—, Fernando III el Santo se lo pasó de largo mientras se dirigía a Córdoba y tuvo que regresar, tiempo después, para tomar su hoy ruinosa fortaleza.

Obejo consistía en un grupo de casas blancas, con tejados de vivo color rojo, asentado sobre el escalón de una loma. Rodeado de huertos en ladera y olivares, nada más entrar en él se percibía el penetrante olor a aceite de su cooperativa. Pese a ser un pueblo pequeño, en la plaza mayor convivían dos bares de notables dimensiones, el Becerra y el Morales, muy frecuentados a primera hora del día. En la pared de uno de ellos, un cartel recordaba al legionario obejeño apodado «el Boli», quien había servido en las remotas tierras de Albania y fallecido muy joven. Después de desayunar salí a dar una vuelta. Embutida en un grueso anorak, una mujer limpiaba el pavimento de la plaza, adoquín por adoquín, mientras bromeaba con cualquiera que se cruzase en su camino.

La parte alta del pueblo se hallaba dominada por un antiestético depósito de hormigón en forma de seta. Dando un corto paseo, llegué hasta los restos de la fortaleza árabe y a una iglesia de ladrillo rojo cuyos viejos muros parecían invadidos por una humedad perenne. En su fachada figuraba una lista de fallecidos durante la guerra civil; encabezada aún por el líder falangista José Antonio Primo de Rivera, habían sido borrados la frase «Caídos por Dios y por España» y el símbolo del yugo y las flechas, presentes durante décadas en tantos rincones del país. Cerca se oían voces de niños que empezaban su jornada lectiva. Bajé de nuevo por la calle principal y entré en un edificio público buscando información, folletos, lo que fuera.

Si todo pueblo en España tiene su cronista, Obejo, que apenas sumaba dos mil habitantes, podía presumir de contar con dos, uno para cada millar. El hombre que me atendió trabajaba como secretario del juzgado de paz y se llamaba Antonio Alcaide. De mediana estatura, calvo, con gafas y tan discreto como amable, resultó ser también el Segundo Cronista de la Villa. Una de las singularidades de Obejo —propiciada acaso por su aislamiento— era la conservación de una atávica danza guerrera de origen oscuro y nombre no menos misterioso: bachimachía. Algunos le atribuían ascendencia íbera o vasca; otros, menos exaltados, se remontaban a la repoblación del siglo XVI con gentes de Castilla.

Según me explicó Alcaide, la bachimachía se celebraba tres veces al año, la más reciente el



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